ÁNGELES Y DEMONIOS de Felipe Coaquira es un saludo a la persistencia de formas y prácticas en el imaginario cultural, sobre el que reposa lo peruano como horizonte extendido en el tiempo. Este artista invoca y convoca a un sinnúmero de personajes que hace suyos —entre ellos, los divinos mensajeros y los habitantes de las regiones infernales—, a los cuales plasma como figurantes en tramas visuales de su invención. Así combina componentes tradicionales y elementos de ficciones personales en obras de sesgos fuertemente figurativos, respetuoso del relato y las relatorías. Pero no contento con ello, Coaquira reinterpreta lo que comúnmente se entiende por plasticidad en la pintura, con la ambición de renovar el significado que esta última tiene como práctica estética en el presente.

La noción de plasticidad ha radicado siempre en el poder que posee un creador, de dar forma a sustancias sólidas —la materia en sus diversas presentaciones—, pero Coaquira no modela la materia pictórica, pues en sus trabajos la construcción de la ficción no pasa por la dexteridad artesanal, asociada hasta hoy al concepto del oficio: el pintor arrastra el pigmento preparado sobre un papel, una tela o un soporte duro, previamente acondicionado, y lo deja sedimentar, creando así capas de sentido. Confiere así un rol protagónico, como artista del siglo XXI que es, al dispositivo mecánico de ritmo percutivo y entrecortado —nada más lejos del silencio—, que es la máquina de coser, presencia doméstica de tecnología intermedia en hogares del mundo entero durante el siglo XX. Así, dibujo, textura y color emergen redefinidos.

Gracias al dispositivo mecánico, los hilos de color entran y salen de la trama, fondo de tela que frecuentemente está pintado en colores casi planos, a la usanza tradicional, es decir, con pigmentos. La pintura sobrevive a la acción repetitiva de la máquina. La aguja-guía hinca el género textil, arrastrando cada hilo e insertándolo en la historia a contar: la realización avanza sobre líneas de lápiz, pero no queda ahí, porque cada hilo narra su propio relato y lo prolonga. El espectador ve los hilos desplegarse y generar patrones arácnidos. Quien siga con los ojos lo que acontece en la superficie se ve conminado a inmiscuirse. No hay cómo desentenderse de la figuración en movimiento, en progreso del hilo narrativo, que aparece y se expande bajo la mirada atenta de Coaquira, quien afina incansablemente, y vela por cada detalle —el diablo anda por ahí agazapado y hay que negociarle los cabos sueltos—, mientras aguarda.

El mandato del ángel con el que lucha a diario es que no podrá desentrañar los destinos de los personajes que ha ido sembrando en el campo que alguna vez vio completamente abierto ante sí. Su suerte no está echada como lo está la de sus figurantes. Él es libre de seguir o detenerse. Hay hilos que no se rompen y que saturan de esperanza su imaginación. Hoy su historia de vida y su privilegio por elección es imaginar un posible futuro para la pintura.

Jorge Villacorta
Curador